En el verano del 39, Michal Skibinski (Poznan, 1930) tenía ocho años y, por entonces, su única labor en esta vida era la de ser un niño y disfrutar. Ser correcto en la escuela para ir pasando de curso y poco más. «Viví con mi madre y mi hermano en Varsovia hasta la guerra. Nunca me sentí residente de Poznan. Teníamos un ama de llaves y una niñera para cuidar de mi hermano y de mí». Fraulein Elza Klemt se llamaba la cuidadora, que «era alemana y nos enseñó su idioma. No lo sabíamos escribir, pero sí hablar», recuerda aquel chaval que, a pesar de su corta edad, no había completado un curso sobresaliente en ese curso 38/39.

Por ello, la condición que los maestros le pusieron para pasar a segundo fue hacer unos pequeños deberes durante el parón escolar. Nada extraordinario, pero suficiente para que el joven Skibinski aprendiera la lección. «Para mejorar mis miserables habilidades de escritura, se me asignó la tarea de escribir, al menos, una oración todos los días en forma de diario durante el verano». En los dos meses que realizó la labor, no falló, aunque tampoco existe un día en el que Skibinski escribiera de más. «Veo que nunca me deshonré la tarea», ríe hoy el que ya es un sacerdote retirado en las afueras de Varsovia.

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19/10/2020
La Razón