Entrevisté a Eduard Limónov y sentí deseos de estrangularlo
Me acerco a la barra del bar y pido un chupito de tequila. El camarero observa mi temblor. “¿Estás bien? ¿Qué tienes, una entrevista de trabajo?”. Sabiendo que ninguna frase puede explicar del todo a lo que me voy a enfrentar, murmuro algo así como que voy a entrevistar a un escritor, o más bien a un personaje, que además escribe, que me fascina. El camarero me mira con sorna. Primer momento de ridículo, de sentirme una idiota. “Pero no te preocupes, mujer, que si es tan de puta madre seguro que es un tío guay. No tengas miedo”, me dice. ¿Un tío guay? Siento que me acerco a pasitos cortos a esa brecha que separa el personaje que amamos en la distancia de la persona que realmente es. Para relajarme, imagino sus vísceras, las tripas de Limónov, borboteando como las de cualquier otro, en la oscuridad del cuerpo.
Estoy en el local contiguo al edificio en el que, en un ático soleado, Eduard Limónov espera bebiendo vino, charlando con su editor (César Sánchez, de la editorial Fulgencio Pimentel) y la traductora (Tania Mikhelson, una niña prodigio de la traducción). Eduard Limónov, de nacimiento Eduard Savienko, hijo del proletariado ruso, adolescente gamberro, confeccionador de pantalones, poeta, novelista, político, mujeriego, sufriente por amor y causa de sufrimiento por amor, exiliado de la URSS, ocasionalmente gay entre los arbustos de Central Park, estalinista, punk, esteta, homeless, mayordomo de un millonario, personaje estrambótico de la vida cultural parisina…