Una mañana desapacible del invierno de 1965 el entonces director del DramatenIngmar Bergman, trataba de imponer en el teatro el orden que había desbaratado la tremenda nevada. Todos habían llegado tarde, los actores y el público que asistía a los ensayos. Bergman estaba malhumorado. Recibió de pronto la llamada de su madre, Karin, para informarle de que su padre había sido hospitalizado para ser intervenido por un tumor maligno. La gélida manera en que el director narra esta escena en su autobiografía, Linterna mágica, nos ofrece una idea precisa tanto de una escritura bella y analítica como de una frialdad de corazón que heredó de su padre, el pastor luterano Erik Bergman. Bergman informó a su madre en tono desabrido de que no iría a hablar en el lecho de muerte con quien no tenía nada que decirse. La madre se echó a llorar, y el hijo le recordó que las lágrimas no le conmovían. Dicho esto, colgó con furia el teléfono.

Pasadas unas horas, esa misma tarde, la secretaría del Dramaten interrumpió el ensayo para anunciarle al director que en la puerta le esperaba la señora Bergman. “¿Qué señora Bergman?”, preguntó él irritado. Bergman se había casado tantas veces como para haber sembrado de señoras con su apellido la ciudad. Pero no se trataba de una de sus mujeres, sino de la madre. Su madre, temblorosa, azotada por el frío y por la nieve, enferma ya del corazón, se presentó en el despacho de la más grande autoridad del teatro sueco y le cruzó la cara. Él respondió riendo, ella rompió a llorar. El hijo le pidió de corazón que lo perdonara y prometió visitar al padre, por ella. Pero la historia dio un giro inesperado: la tarde en que Ingmar se estaba preparando para ir a ver a ese padre con el que mantuvo una relación conflictiva le avisaron del hospital que era su madre la que había muerto de un ataque al corazón en la habitación del enfermo…

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01/05/2021
Babelia