Andrea Pazienza. Deprisa, deprisa, por Óscar Brox
Pompeo, de Andrea Pazienza (Fulgencio Pimentel) Traducción de César Palma | por Óscar Brox
“Las olas, envidiosas, se alzan por los costados para borrar mi rastro. Que lo hagan, pero antes yo paso”. Así empiezan las correrías de Zanardi, con una cita de Moby Dick y el salto ágil de un Pazienza en la cúspide de su obra, cambiando de estilo en la misma viñeta, retratando como nadie a esa generación en cuyo espejo se mira. Y así podrían acabar, apenas unos años después, las de Pompeo. Otra P, como la de Pentothal o, ejem, Pazienza. Otro espejo en el que reflejar la pérdida de la inocencia y el fin de la juventud, cuyo rastro se borra, prácticamente, mientras camina. La ciudad es la misma, Bolonia; el tiempo, en cambio, no. Algo nos pilla con el pie cambiado: una desesperación vital que ya no encuentra cobijo en el fondo de la viñeta, una dependencia de la heroína que lo arrasa todo, unos personajes que son muertos vivientes o simplemente muertos. Y, en mitad de todo eso, los destellos de genio de Pazienza. Empecemos por el principio.
No sé si hay momento más apasionante para el cómic italiano que el de la generación del 77. Tamburini, otro que murió demasiado temprano, se convierte en improvisado modisto para Vogue mientras exhibe músculo cyberpunk con su Ranxerox. Pazienza, en cambio, concentra su obra en un lugar atravesado por el mismo personaje: él. Habla de la inocencia, de la juventud, del ardor político, la adicción, la vanidad y la fatuidad, de las cosas que se consumen rápidamente y de esa cultura acelerada por la necesidad de los vientos de cambio. De revoluciones que no existen, pero que no por ello dejan de palpitar entre casas tomadas y comunas boloñesas. Todos esos sueños forman, apenas…