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Rosie en la jungla, de Nathan Cowdry (Fulgencio Pimentel/La casa encendida) Traducción de Alberto García Marcos y César Sánchez | por Óscar Brox
“En pocas palabras: ¿Y si lo cuqui no es una distracción frívola con respecto al espíritu de nuestro tiempo sino una poderosa expresión del mismo?”. Esta es una de las preguntas que lanza Simon May en su ensayo El poder lo cuqui, alimentado por iconos como Hello Kitty, el Puppy de Jeff Koons y tantos otros que han situado al gusto en la frontera entre la moral y el juicio estético. Y esta es, también, una pregunta que le podríamos hacer (o que, bien mirado, nos podría hacer) al Nathan Cowdry de Rosie en la jungla. ¿Por dónde empezar? Quizá por esa ingenuidad deliberada que nos asalta desde su misma portada, con una Rosie dibujada a la manera de un manga, toda ella líneas hiperexpresivas que culminan en unos ojos grandes, un rostro perfecto en su sencillez y una mirada melancólica. ¿Un gesto burlón? Desde luego, si tenemos en cuenta que Cowdry utiliza esa figura de estilo para hundirla en el barrizal del cómic underground, haciendo de su icono de la candidez una suerte de narcotraficante internacional perdida en un afluente del Amazonas.
Lo primero que sorprende de Rosie en la jungla es su habilidad para jugar con una serie de recursos en las viñetas. Hay en ese arranque protagonizado por el perro Denton, todavía convaleciente en la cama de un hospital, un uso de la narración casi cinematográfico, con esos flashes de información que salpican la página y anuncian, a su manera, la construcción del relato. Pero hay, también…