Philippe Djian. 30 días en la vida de una mujer, por Óscar Brox
«Oh…», de Philippe Djian (Fulgencio Pimentel) Traducción de Regina López Muñoz | por Óscar Brox
La primera descripción con la que arranca Philippe Djian su novela es la de un arañazo, la heridita ardiente que surca la piel de Michèle tras sufrir el ataque de un desconocido en su casa. Pasarán unas cuantas hojas hasta que surja la palabra violación, pese a que el autor nunca dejará de acercarse a ella, a la estupefacción psicológica con la que su protagonista trata de reanudar su vida rutinaria. Y aún pasarán unas cuantas hojas más hasta que Michèle le revele a su círculo íntimo esa violación que creyó presagiar en las señales que leía en el cielo. La monstruosidad de ese episodio, sin embargo, funciona como una detonación lenta, salpicando cada porción de la vida de su protagonista mientras muestra lo grotesco y lo patético de ese entorno burgués y su educación sentimental. Así, la galería de personajes que recorren las páginas de la novela comprende a un vecino, Patrick, incapaz de encauzar sus pulsiones sexuales si no es a través de la violencia; a Irène, la madre de Michèle, anciana recauchutada que trata de hacer buena su tercera juventud en brazos de otro hombre para, de alguna manera, purgar el terrible pasado junto a un marido asesino. Y aún está Vincent, el hijo manirroto de Michèle, obstinado en mantener el núcleo familiar postizo que ha construido junto a su novia; Richard, guionista de bajos vuelos que sobrelleva su papel de ex marido de Michèle; y Anne, la mejor amiga de aquella y, quizá, la única capaz de sintonizar con el grado de ansiedad que Djian dejará caer sobre su novela.
Esa primera estupefacción, la calma con la que el autor de Betty Blue describe la violación de Michèle, prosigue a medida que aquella empieza a diseccionar su entorno y a reconsiderar su papel en él. A medida que se separa, despegándose de lo que cada cual quiere proyectar en ella, y evalúa sus sentimientos, su identidad, su fortaleza y su capacidad para decidir sin ayuda de nadie. Para dejarse llevar por sus impulsos, por mucho que le acerquen una y otra vez hacia el turbio vecino. Para desvelar las imposturas, tanto sociales como sexuales, con las que la vieja-nueva burguesía cubre sus delitos y faltas. Sus deslices y sus incoherencias. Tanto da si se trata de…